En cada sitio que visitaba le gustaba probar su gastronomía y sus caldos, desde el albariño gallego al brandy de Jerez, pasando por el entrecot, el solomillo ibérico, las ricas lubinas o la merluza fresca del Cantábrico. No hacía ascos a nada, quedándose el tiempo suficiente para paladearlo todo despacio, como mandan los cánones.
Le encantaba buscar una bodega o una tasca solitaria perdida entre las antiguas callejuelas de cada población, siguiendo a los lugareños allá donde la marea de turistas no hubiera mancillado con su presencia la personalidad de ese sitio y se deleitaba con los más ricos manjares, ya fuera un modesto queso, o un fastuoso asado. Pero si por desgracia lo servido no estaba a su altura, ponía remedio rápidamente degollando al sorprendido cocinero que había servido un mal vino o peor vianda, siguiendo después impertérrito su viaje infinito en busca de la perfección absoluta para el paladar.
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